Selecciones Cubamatinal / Venturas y desventuras del trabajo por cuenta propia. Memoria y presente de un experimento social
Cubamatinal/ Ahora que el gobierno de La Habana se empeña –no demasiado- en dar una imagen de cambio y apertura que, sinceramente, sólo es visible con lupa y con una gran predisposición a ver lo que no existe; sería bueno recordar la historia reciente de montajes similares.
Por Miguel A. Garcia Puñales
Madrid, 30 de septiembre , 2008/ Desde las primeras confiscaciones de propiedades por parte del actual desgobierno de Cuba, y a pesar de que verbalmente se dirigieron sólo a «los monopolios extranjeros, los explotadores vinculados a la tiranía, etc.», se limitaron de manera drástica las posibilidades de que los ciudadanos pudieran ejercer de forma libre, no ya actividades económicas complejas, sino hasta un simple oficio.
El proceso de expropiación que tuvo su guillotinado final el 13 de marzo de 1968, con la promulgación de la «Ofensiva Revolucionaria», permitió al Estado cubano no sólo el monopolio de la pequeña propiedad, sino también del trabajo ajeno.
No fue hasta mucho después —últimos años de los setenta y los dos primeros años de la década siguiente— que se otorgaron licencias para el desarrollo de actividades de trabajo por cuenta propia. Hasta esa fecha, sólo se mantuvieron como trabajadores independientes los pequeños agricultores —soportando las presiones para la entrega de las tierras a las cooperativas y con la comercialización de sus productos también monopolizada por el Estado— y algunos sectores de transportistas, que a duras penas subsistían.
«Merolicos», el término con el que comenzaron a conocerse en esta etapa a los nuevos
comerciales urbanos, fue un bautismo popular adoptado de la terminología mexicana, popularizado por un bodrio de telenovela de la época: «Gotita de gente».
Como llegó a ser regla no escrita, la tendencia de las diferentes manifestaciones del trabajo «cuentapropista» derivaron, por una parte, hacia la producción y comercialización de útiles de todo tipo, y por otra, hacia la producción artesanal «artística». La primera, bajo control de los órganos económicos del Poder Popular y sus cuerpos de inspectores; la segunda, en el entorno de la Plaza de la Catedral, predio de Eusebio Leal.
En esta primera ola «liberalizadora», cuando llegó el momento de «recoger cordel», los primeros chivos expiatorios fueron los artesanos; antes, incluso, que se declarara por
decreto la extinción del Mercado Libre Campesino.
La «Operación Macramé» llevó a prisión en 1981 a numerosos artesanos, zapateros fundamentalmente-, que vieron asaltados sus hogares por la policía, en horas de la madrugada —en franca violación de la Ley de Procedimiento Penal que proscribe los
registros en horarios nocturnos y sin testigos, como fue el caso—, sólo antecedidos de
una pregunta: «¿Vive en la casa algún militante del Partido (comunista)?». Una respuesta
en positivo invalidaba automáticamente la actuación policial.
Mucha gente fue a parar a prisión por ejercer con licencias de producción que no eran acompañadas, al momento de su emisión, por los mecanismos de comercialización de materias primas, indispensables para su puesta en marcha. Así, la inducción al delito por parte de las instituciones estatales terminó como siempre, rompiéndose por la parte más débil de la cuerda.
Sólo mucho tiempo después, y apremiado por la más profunda crisis de su accidentada historia, el actual gobierno (¡Qué eufemismo, si desde que tenemos memoria es el mismo!) autorizó el renacer del trabajo privado.
Desde finales de 1992 se comenzó a percibir un resquebrajamiento de las normas coercitivas en el trasiego urbano. No así en el medio rural, donde nuevas leyes de expropiación de la tierra, como la penalización a la venta «ilícita» de productos del agro, se acompañaron de la militarización de grandes extensiones agrícolas y el establecimiento de guardas armados. Estos últimos, autores directos de más de un asesinato sobre la población hambrienta que intentaba redistribuir por su cuenta los muy escasos productos inexistentes en el mercado, a pesar de las «movilizaciones masivas», los «contingentes agrícolas» o los «planes de alta tecnología».
Incluso con salarios históricamente bajos, el dinero sin valor se acumuló en una población urbana que comenzaba a abandonar masivamente los puestos de trabajo, mitad por voluntad propia, mitad por el cierre impuesto de muchas empresas que se preparaban para la llamada «Opción Cero». Era imprescindible crear un mecanismo de auto satisfacción de necesidades, ocupación laboral y mental del pueblo, para evitar un estallido social previsible; el cual llegó a producirse en alguna medida el 5 de agosto de1994, con el conocido como «El Maleconazo».
Los apagones generalizados propiciaron lo que popularmente se bautizó como «la intifada», es decir, el apedreamiento nocturno de cuanta institución, comercio o propiedad estatal pudiera ser objeto de la ira popular. El malestar tomó visos de rebelión urbana, controlada en parte por una fuerte ofensiva policial y por el cada vez más acentuado aislamiento informativo entre distintas zonas de las ciudades. Este impidió el «efecto dominó» entre los diferentes focos urbanos de resistencia; aunque sólo en parte, pues «radio bemba» y las transmisiones masivamente escuchadas de Radio Martí se encargaron que, sobre todo en la capital, fuera una verdadera bomba de relojería.
Quizás un día, cuando se pueda acceder a los archivos de la policía política, se sepa cuán cerca o no se estuvo del derrumbe del régimen en esos días y cuánto influyó directamente en la población la espeluznante narración radiada del crimen cometido con los tripulantes y pasajeros del remolcador 13 de Marzo, en julio de 1994.
Desde un año antes de esa fatídica fecha, se hizo cada vez más frecuente que grupos de merolicos aparecieran por todas las poblaciones del país, fundamentalmente en la capital, sin ser molestados por la policía, con el apoyo tácito de los delegados de barrio del Poder Popular. Estos últimos no sólo facilitaron espacios públicos para el desarrollo de ferias populares, sino que además cobraron un «impuesto» por el espacio ocupado, casi siempre bajo el control de un jefe de brigada, es decir, un merolico más, responsabilizado en tratar directamente con las autoridades.
Los parques Córdoba, en la barriada de La Víbora; Santos Suárez, algo más al norte; Palatino, en las inmediaciones de la Ciudad Deportiva; la céntrica esquina de Calzada del Cerro y la Avenida de Boyeros; la calle Factor, en el municipio capitalino de Plaza; la calle Serrano y un sin número de locaciones dentro de la ciudad, fueron invadidas en cuestión de muy pocos meses por miles de emprendedores que suministraban a la población aquellos artículos y servicios que durante años el Estado fue incapaz de proporcionar.
Numerosos centros de trabajo abrieron sus puertas determinado día de la semana para que se comercializara en directo a sus trabajadores, los mil y un artículos que los nuevos buhoneros eran capaces de mover sobre sus bicicletas. ¿Quién otorgó permiso a un administrador estatal para este tipo de relación con el trabajo privado?
Visto en el tiempo, es fácil identificar que era sólo un remedio transitorio, no a las carencias populares, sino al malestar popular. Muchos miles de personas comenzaron entonces a ocupar su tiempo en tirar de sus más recónditas facultades creativas para producir y comercializar cuanto objeto fuera vendible. Esto era bueno para el Estado, que por propia conveniencia puso en marcha los mecanismos espontáneos de la producción mercantil, conocedor de que ésta se reproduce geométricamente.
«Hombre ocupado, enemigo anulado»; parecía ser la máxima de ese momento dentro de
la política del gobierno. Adicionalmente, se aprovechó la ola para dar la impresión exterior de que se abría a transformaciones liberalizadoras. Era muy común por esos días de 1993 observar grandes estampidas humanas de merolicos, al ver en
determinados momentos a un camarógrafo de la televisión grabando una feria. Todos
temían que fuera una encerrona de la policía para grabarlos y hacerles terminar como
sus homólogos de 1981.
Numerosos personeros del régimen —Carlos Lage, por ejemplo— fueron vistos en muchas de estas ferias acompañados por extranjeros. Hoy sabemos que «cabildeaban»
para convencer al mundo de que el gobierno cubano se estaba abriendo a su población,
cuando en realidad lo que les interesaba era sólo eso, convencer, para acceder a nuevas
fuentes de financiamiento, y ganar en credibilidad.
Las recomendaciones económicas del asesoramiento efectuado —a petición de la parte
cubana— por el ex ministro español de Economía Carlos Solchaga, se aplicaron al estilo
cubano. Es decir, se fabricó un bodrio ecléctico que permitió al entonces Ministro de
Exteriores -Robaina- propagar por el mundo que ya habíamos tocado fondo. Se le olvidó decir que el fondo cubano se comporta como los récords de Pipín: siempre pueden ser
superados en profundidad.
En ese mismo año de 1993 se decidió, al fin, legitimar el experimento. Fueron creados
los mecanismos de control, una agencia estatal específica para ello —ONAT—, que más
tarde serviría como aparato de estrangulación a los propios emprendedores, que sin
proponérselo sirvieron de mecanismo de compensación social a un sistema que se
encontraba en los estertores de la agonía.
De todos los espacios urbanos cubiertos por la nueva ola de comercialización, el más
importante, sin ninguna duda, fue la feria establecida en la calle G de la barriada de El
Vedado, en pleno corazón turístico de La Habana y a un kilómetro escaso de la Plaza
José Martí, es decir, a la vista del centro del poder estatal.
Sus orígenes, como los de otros grupos o «brigadas de artesanos», estuvieron relacionados con funcionarios del Poder Popular, y además, con dirigentes intermedios de la Unión de Jóvenes Comunistas.
Lo cierto es que para fines de 1994 —a pocos meses de la válvula liberadora que significó para el régimen la salida masiva de balseros y el «renacimiento» del mercado campesino— la feria de la calle G desplazó en importancia a la de la Plaza de la Catedral. Esta última seguía siendo controlada por el grupo de Eusebio Leal, mediante algunos mecanismos legales fortalecidos a tales efectos, después de la «limpieza» de 1981. Estos eran el Fondo de Bienes Culturales y la Asociación Cubana de Artesanos Artistas.
Los organizadores de la feria de la calle G vieron el filón que podrían representar, en las
nuevas condiciones, las elitistas limitaciones impuestas por grupos interesados en nuevos ingresos a la feria de la Plaza de la Catedral, y al hecho cierto de que la calle 23 y la propia calle G eran el centro geográfico del movimiento turístico de La Habana.
Nada habría tenido de extraordinaria con relación a otras ferias establecidas en la ciudad, si no fuera por el hecho de que la dirección de la «brigada» seleccionaba cuidadosamente los productos artesanos que allí se exponían a la venta, y que en el ámbito de las condiciones del momento, en la práctica funcionaba sólo con las leyes del mercado.
En poco tiempo, por sí misma, se convirtió en un polo turístico de la ciudad. Los guías de
los autobuses de turismo —previo trato con la dirección de la feria— incluyeron en su
itinerario la visita al «rastro» habanero. Diversos grupos móviles de empresas estatales
comercializadoras de comida rápida se desplazaban los sábados y domingos a un mercado seguro, que movía grandes cantidades de divisas, donde eran clientes desde
los turistas hasta los visitantes nacionales y los propios comerciantes cubanos que allí
exponían sus mercancías.
Pronto la feria se expandió, comenzando en la calle 23. Avanzaba por todo el amplio
paseo de G hasta casi llegar a la altura del Ministerio de Relaciones Exteriores, varias
calles más abajo, en dirección hacia el malecón habanero.
Sin embargo, en el tramo de la calle 23 y hasta el mausoleo al presidente José Miguel
Gómez, se estableció una nueva versión de la feria controlada por el Poder Popular y la
ONAT, con productos menos elitistas, desde el punto de vista artístico, pero con mucha
salida popular, que abarcaron desde zapatos hechos a mano hasta útiles del hogar de
todo tipo y función.
En torno a estas dos secciones de la feria se tejieron, de manera asombrosamente rápida, negocios de prestación de servicios y suministros destinados al personal de la feria y al público que la mantenía con vida.
Los aparcamientos de bicicletas comenzaron a florecer, así como las casas dedicadas al almacenamiento de mercancías y de útiles de venta -mesas, sombrillas, etc. -. Muchos hogares de los alrededores comenzaron a facilitar el uso de los servicios sanitarios por un módico precio y con unas condiciones de limpieza, por decenios olvidadas en los pocos lugares públicos que sobrevivían en La Habana.
Los comerciantes, que debían mantenerse hasta once horas bajo un sol de justicia, protegidos sólo por una sombrilla de playa, podían adquirir en su propio puesto de trabajo apetitosos menús, bebidas o aperitivos, servidos por los vecinos de las inmediaciones.
Al progresar la feria, los propios comerciantes crearon con sus ganancias un servicio de
seguridad que bloqueaba las acciones de los ladrones —tironeros—, y para ello identificaron al personal encargado de la custodia con una camiseta confeccionada
especialmente para ese servicio, y se adquirió un sistema de comunicación inalámbrico
que facilitó la tarea de los guardas.
Numerosos diseñadores gráficos comenzaron a ofertar sus productos, tales como
tarjetas de presentación, bolsas impresas con logotipos comerciales, cajas de embalaje
y los mil y un renglones que pueden complementar una actividad comercial de este tipo.
Algunas asociaciones legales en el país comenzaron a ofertar servicios de publicidad en
las páginas de sus revistas, y ya se hablaba de contactos directos con asociaciones de
comerciantes ambulantes y de ferias de otros países para intercambiar experiencias.
En su casi totalidad, los comerciantes de esta feria eran profesionales universitarios o
técnicos medios de alta graduación. Muchos llegaron a decir que ahora estaban en
Cuba, pero con Coca Cola.
Se equivocaron, eran sólo la élite de un numeroso movimiento social de supervivencia utilizado por el gobierno para sus fines, y que tiene sus últimas gradaciones en el infeliz jubilado que vende los cigarrillos de su cuota para intentar reunir el dinero que lo salve de la inanición, en un país donde sin dólares o sin ingentes cantidades de dinero nacional no se puede siquiera mantener una alimentación básica, digan lo que digan las amañadas estadísticas estatales.
El segundo domingo de mayo de 1995 marcó la fecha exacta del fin del utópico sueño, en el que por enésima vez y por necesidad impuesta cayeron los más activos y emprendedores miembros de la población urbana.
El presidente del Poder Popular en la ciudad paseó con bastante mala cara la feria en toda su extensión. Ya existían referencias de pretextos sobre el supuesto maltrato al inexistente césped, así como propuestas concretas de los comerciantes para pagar la remodelación de toda la jardinería de la calle y su mantenimiento permanente.
Los trabajadores por cuenta propia pagaron de sus bolsillos a las brigadas de limpieza que reorganizaban el aspecto del lugar en tiempo récord, a pesar de cotizar impuestos por el espacio público utilizado.
Ese día se comunicó a todos los comerciantes que la feria desaparecía por orden del gobierno. Comenzó un largo camino de dislocación de sus miembros en micro espacios, con las peores condiciones y bajo la mirada controladora y ambiciosa de la más grande red de inspectores corruptos de la que se tenga memoria.
Era menester llenar las tiendas vacías del gobierno, darle de comer a toda una burocracia apática y menesterosa, y sobre todo, ayudar a mantener al mismo régimen que generó las condiciones de empobrecimiento del país. Ya se consideraba a salvo la misma dictadura que en 1992 exponía que se necesitaban dos años para sobrevivir a la caída del muro, ¡ni ellos mismos creían poder hacerlo!
Llegaba la hora de las tiendas en divisas, de los oficiales reconvertidos en gerentes -con hijos residiendo en el extranjero representando el negocio familiar- en fin, de la Cuba con Tropicola.
Y no es que la bebida americana sea algo excepcional. Es que la cubana, confeccionada con azúcar amarga, tiene un sabor algo raro, quizás como la catalogó García Márquez allá por la década de los sesenta. Decía El Gabo por aquella fecha que tenía varios e imprecisos sabores; el mejor de todos, el sabor de las alas de una cucaracha.
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