Astillas, fugas, eclipses. Cuentos de Mirza L. González

Cartas a Ofelia / Crónicas literarias 

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Cubamatinal / París, 16 de enero de 2019.

Querida Ofelia:

Ha sido una muy agradable sorpresa la de leer este libro que desborda de cubanía, con sus cuentos extraordinarios, cuyos personajes nos recuerdan a alguien.  Nos parece conocer los lugares en que se desarrollan. La pluma excepcional de doña Mirza L. González nos hace revivir el pasado en Cuba , el exilio presente y nos lanza hacia el futuro. Es un libro que engancha, que tiene duende y que es difícil de abandonar una vez que se ha comenzado a leer.

Te reproduzco algunos fragmentos, para que tengas una idea de este magnífico libro:

“Prefiero recordarlas cuando aún vivían. Tuvieron una existencia larga y rica en experiencias. Como si el destino las hubiera unido en una misma familia en vida, las unió en la muerte por un hilo invisible, aunque en países diferentes. Ya en tiempos del exilio cubano, en una ciudad del norte y con un frío brutal, Coleta vivía y moría. Una vela, con rogativas diarias a la Caridad del Cobre porque se arreglara el problema de Cuba y por la salud de la familia, comenzó el fuego. La perseguida por el agua buscó el refugio en ella, al encerrarse en un baño  con la casa en llamas. De nada le sirvió. El agua, como antes a su abuelo y a su padre, la traicionó. La otra, también nacida a fines de siglo, inmensamente vieja y cansada, pero con una mente clara hasta el fin, le pone punto final a una vida digna y de trabajo, donde nunca se rindió, entregándose a lo irremediable en un accidente automovilístico. Gran devota de la Virgen de Regla, venía de cumplir su promesa anual de visitarla. De regreso, ya en las proximidades del pueblo, estalló el tanque de la gasolina al volcarse el auto que la conducía. Murió entre las llamas. Ambas murieron el mismo día. Es también la fecha de mi cumpleaños.”

¡Condenada, maldita! ¡Te voy a matar! ¡Enciendan la vela! ¡No te escapes, no huyas! ¡Satanás!». ¿Era la voz de la bruja? Hablando de matar, ¿a quién? Oí un tropelaje acompañado de golpes secos. Me levanté y corrí hacia donde creía estaba la habitación de la vieja, tropezando con paredes, o qué sé yo. Tratando de orientarme en la oscuridad  me guiaba por unos gritos terribles y por la voz de Tomasa. Me encontraba totalmente desorientado y confuso, pero cada vez estaba más seguro de que el meollo del problema era la bruja. Tropecé con los pequeños cuerpos de mis hermanos que corrían; entre ellos, uno más alto que el mío, suponía que el de Rosa, me lanzó contra algo. Escuché ruido de cristales rotos, los pocos que teníamos, y caí al suelo. Me levanté como un resorte, mientras que malamente podía ver, y menos entender lo que Tomasa decía, apagado por las voces alteradas de todos. Entre ellos descollaba un chillido, único y espeluznante, el eje de mi carrera, el centro del llamado sin palabras que salía de mi madre.

 Nunca olvidaré sus alaridos. Han pasado veinte años desde aquella noche y todavía la pobre loca grita de la misma manera cuando entre sus sueños se desliza, al igual que antes, el majá que se nutría con su leche. Esos instantes de terror son, irónicamente, sus únicos contactos con la realidad. En ellos parece recobrar momentáneamente la razón. El resto de las horas las pasa cantando, arreglando sus vestidos y cabellos, ahora largos y blancos, con cintas estrujadas y flores marchitas, como si fuera la novia de mi padre esperando su visita.”

“Ay, el parque, el parque… Puerto añorado, donde atracarían las hermanas, anclando por horas para lucir como navíos iluminados su conquista habanera. Usualmente paseaban varias vueltas, hasta que cansadas y con dolor inconfesable de pies, decidían carenar en un banco. Allí, embutiendo su expansiva humanidad en el rústico espacio, se acomodaban, acompañados sus  movimientos al buscar la posición más cómoda por quejidos de la madera que ellas amortiguaban con sus risas.”

Dos horas antes de la señalada parada boda, con la iglesia encendida y llena de flores, cuando los invitados estaban listos para empezar a arreglarse, Hemisférica, buque nupcial, luminaria ardiente, ululante sirena de auxilio, se desplazó en carrera desesperada, caleidoscopio descomunal, por las mismas calles que antes la recibieron bamboleante y plena de sonrisas. Se pegó candela, dijeron. Había descubierto a África en íntimo y carnal coloquio con Luis Amando. Las desgracias no vienen solas, como dice el refrán. Las hermanas sobrevivientes, encerradas en casa, y de negro, no se veían en parte alguna. África, ahogada en su culpa, nunca pudo recuperarse completamente de la pérdida de su querida hermana. Cayó en tal estado de depresión que dejó de comer. Bajó tanto de peso que a los seis meses era un inmenso pellejo colgante; se complicó su salud de tal manera que se le paralizaron los riñones, a consecuencia de lo cual murió. En menos de dos años de la supuesta y nefasta fecha de la boda de Hemisférica se acabó casi toda la familia. A poco tiempo del escándalo los padres se murieron, no de enfermedad conocida, sino de una gran vergüenza mezclada de tristeza; y de aquella familia tan feliz sólo quedó América. Circunstancias y períodos especiales fuera de su control hicieron que bajara de peso, y le dio por irse temporadas a la capital, de donde volvió un día con un bebé precioso, una niña.»

Lunes,17 de marzo de 1968 por la noche. Causa de una tormenta tardía, afuera nieva. El teléfono suena, sus padres le avisan que estarán en Chicago el domingo. Llegaron hace dos semanas de Cuba. Ya ella los vio. Sus padres adoptivos le han comprado el boleto y la han mandado a Miami, donde fue a recibirlos y pasó tres días con ellos. Enterradas quedarán en su memoria las marchas por las calles, los gritos de paredón, los «jeeps» de hombres uniformados, señalando con dedo acusador a su padre y llevándoselo preso, los rápidos preparativos para la salida; como una huida el viaje en avión, ella sola. La llegada al país de la lengua extranjera. Los días en Miami en un campamento con otros niños asustados, tristes y expectantes ante lo desconocido, como ella. El colegio de Montana. Los recuerdos se filtran y se  depositan en el fondo como el agua a través de una piedra porosa. Como un submarino permanecen hundidas las memorias en el subconsciente.”

No encuentra posición que le permita estar sobre la espalda. Le fascinan los juegos malabares de Dios con el firmamento: los cometas, las estrellas fugaces y, sobre todo, los eclipses. Se levanta y se pone el sombrero. Al impulsarse en la arrancada se eleva casi hasta las estrellas y de allí se orienta hacia un cocodrilo verde, brillante en un mar de zafiro. Todavía en el aire planea sobre un pueblecito que está en un valle. Cruza entre las lomas de Candela y ve, en la ribera de un río que en sueños es caudaloso, una carretera que viene de la ciudad. Planea sobre ella y divisa, pasando por encima de un asilo en cuyo patio corretean niñas de uniformes morados, el centro del pueblo, donde hay un parque y una iglesia. Por detrás de la iglesia cruza una zanja. El parque está lleno de gente joven, alegre y conversadora. Las mujeres dan vueltas alrededor del paseo y a veces se detienen a hablar con los jóvenes, que en grupos, conversan en las orillas. El campo debajo, el cañaveral, la cañada, los platanales, las siembras de papas y malangas. Las mazorcas tiernas en el maizal. La casita con su cerca de piña de ratón, y el pozo. Baja al brocal, se asoma y grita: ¡Volver…volver…! Camina con cuidado entre los árboles y ve a su padre a través de la maleza, detenido en un espacio abierto entre la yerba. Él, en medio de cuatro jaulas colocadas en cuadrante. En una hay un sinsonte, en la otra un tomeguín, en la tercera un azulejo y en la última un canario. Su padre la ve también, la llama, corren al encuentro y se abrazan. Es absolutamente feliz entre los brazos de su padre y el gorjeo de los pájaros.”

«Este libro se inscribe dentro de un fenómeno de singular variedad y que por su dispersión geográfica aún no ha sido calibrado en sincronía con toda su magnitud: el de la narrativa cubana del exilio (…) Astillas, Fugas, Eclipses contiene suficientes elementos de novedad narrativa, a nivel formal y de contenido,  como para convertirlo en señal de un quehacer que puede estar marcado por una nueva norma estilística en la literatura hispanoamericana  contemporánea». Fabio Murrieta

 

Mirza L. González nació en Güines, La Habana, Cuba. Estudió en la Universidad de La Habana en las Facultades de Ciencias Físico Matemáticas y Pedagogía. Reside en Chicago desde 1962, donde continuó sus estudios y se graduó con los títulos de Master of Arts, de Loyola University en Chicago, y Doctora en Filosofía y Letras (Ph.D.), de Northwestern University en Evanston, Illinois. Durante varios años fue Profesora en el Departamento de Lenguas Modernas en DePaul University, donde además desempeñó cargos administrativos y contribuyó  al impulso y la diversificación de los cursos sobre Literatura Española y Latinoamericana, especialmente en Literatura Revolucionaria, Afro hispana y del Caribe. Entre los premios que le han sido otorgados debe destacarse el «Cortelyou-Lowery Award for Excellence» de DePaul, concedido a miembros de la facultad destacados en la docencia, las investigaciones, y los servicios prestados a la institución. Actualmente es Profesora Emérita de DePaul University.

Ha publicado dos libros: La novela y el cuento psicológicos de Miguel de Carrión (Miami: Ediciones Universal, 1979), análisis crítico del importante novelista cubano; y Literatura revolucionaria hispanoamericana (Madrid: Betania, 1994), antología crítica de obras revolucionarias de diversos géneros literarios. Ha publicado numerosos artículos de crítica literaria sobre Literatura de Latinoamérica y Literatura Latina en los Estados Unidos, dedicando sus estudios más recientes a la poesía y al teatro cubano-americanos. Sus artículos sobre Miguel de Carrión, Jesús Castellanos y la revista cubana Orígenes, aparecieron en el Dictionary of Twentieth Century Cuban Literature (Westport: Greenwood Press, 1990).

 

Astillas, fugas, eclipses. Cuentos de Mirza L. González. © Editorial Betania. Colección Narrativa. Prólogo de Fabio Murrieta. Ilustración de la cubierta: Cuba 42, La fuga en el eclipse (2001). 21 x 13 cm – 102 páginas – ISBN: 84-8017-143-X

Te lo haré llegar a San Cristóbal de La Habana por la vía que suelo utilizar, para que después de leerlo lo hagas circular entre los amigos.

Félix José Hernández.